Tetuaní de nacimiento, tangerina de vocación, manchega de adopción y castareña de corazón, la profesora y escritora Leonor Rodríguez Almendros cultiva diversos géneros literarios, como cuento, poesía, narrativa o teatro. El país del olvido; Cuentos de menta y sueño; Desde la cima de tu voz y Una mujer llamada Teresa, son algunos de los títulos que ha publicado, mientras otros muchos esperan editor en los cajones de su escritorio.
Hija y nieta de castareños, pasó largas temporadas en Cástaras, viviendo con sus abuelos maternos en la casa familiar del Barrimedio de arriba. Días risueños de infancia, de juegos y escuela, de sensaciones y sueños, grabados a fuego en su memoria y revividos una y otra vez a lo largo del tiempo.
Ahora quiere avivar nuestro propio recuerdo compartiendo aquellas remembranzas castareñas de hace cincuenta o más años, al tiempo que nos regala su verbo ágil, sencillo y cargado de emociones.
Leonor Rodríguez Almendros
16 de noviembre de 2009
Evocar este pequeño rincón de la Alpujarra siempre me estremece, porque supone viajar a mi infancia y volver a revivir recuerdos hermosos, remover mis raíces, que están todas allí, y encontrarme de frente conmigo misma en un recorrido melancólico por un tiempo ya pasado...
Cuando, desde la carretera, comienza a divisarse el pueblo, me detengo unos instantes, me bajo del coche, y lo abrazo muy fuerte con la mirada y con el corazón, porque es entonces, cuando lo abarco todo, y lo puedo arrullar entre mi pecho. Acurrucado, silencioso, parece dormido, cobijado al pie del Cerro Mansilla…
Un cúmulo de sentimientos se agolpan dentro de mí, y un suspiro profundo me recorre de dentro a fuera, para ser lanzado al viento, dándome la sensación de que mi alma al fin, suelta amarras cuando se encuentra frente a él.
Por más que lo intento, nunca hallo las palabras justas para poder expresar todo lo que siento cuando llego hasta allí… Se abren todas las puertas de mis sentidos y se me desbordan los sentimientos.
Aunque haga mucho tiempo que no haya ido, en cuanto piso este lugar, me es todo tan familiar, tan conocido, tan vivido, que por unos instantes me parece que el tiempo se ha detenido, y que jamás me fui… Son sin duda, mis raíces fuertemente aferradas a esta tierra, a este paisaje, las que me hacen despertar del sueño de la distancia, de los años transcurridos, del silencio que impone la lejanía, instalado en nosotros, en la diáspora.
Recorro sus callejas, entre una mezcla de alegría, nostalgia, y soledad por las ausencias de tantos seres queridos, que ya se marcharon a ese otro lugar incierto, que no sabemos donde está, y que han dejado un vacío muy doloroso.
La voz de mi abuela, aún resuena en mis oídos enviándome a cambiar huevos por azúcar a casa de Enrique…
Recuerdo, que comenzaba a comer terrones por la Cuesta de San Miguel, y cada vez que me terminaba de comer uno, me decía para sí ― éste es el último, pero no era así, en cada una de las cuestas que había hasta llegar al Barrimedio, yo iba engullendo terrones, sin descanso para el pobre cartucho, que llegaba bastante mermado ante mi abuela.
Ella, jamás me regañaba, cuando yo, esperaba que lo hiciera, y en mi inocencia, pensaba que no lo había notado. Seguramente, se sonreiría cuando yo no la viese, justificando mi conducta infantil.
En el buen tiempo, al finalizar la jornada escolar, la Cruz era el punto de encuentro, el lugar de juegos y de risas de los niños y niñas que vivíamos en el barrio Alto y Medio.
Recuerdo cuando los críos, echábamos tierra en lo resbaladizo de la cuneta y nos deslizábamos por ella a modo de tobogán, o nos mecíamos colocando una viga vieja sobre un promontorio. En invierno, se celebraban allí las batallas de pelotazos de nieve, que hacían que llegáramos a casa bastante mojados, y hasta tiritando por las bajas temperaturas, que nunca fueron motivo suficiente para recogernos en casa cuando salíamos de la escuela. Estoy segura que, igual que a mi, el resto de las madres, regañarían a mis compañeras de juegos.
Rápidamente mi abuela, me cambiaba de ropa junto a la lumbre que ardía a todo gas consumiendo dos grandes cepas. Me encantaba echar una rama de chaparro, porque el chisporroteo que produce ésta leña al quemarse, me daba la sensación de fuegos artificiales.
Viene a mi memoria el tiempo de la matanza, cuando nos juntábamos unos cuantos chicos y chicas y subíamos a los terraos a “echar el garabato” por la chimenea. ¡Qué fiesta le hacíamos a la morcilla que venía colgada en él…! Esa tarde, la merienda nos parecía un verdadero manjar que celebrábamos con alboroto.
Creo que todas las familias del pueblo mataban un marrano todos los años, así que llegado este tiempo, rara era la tarde, en la que, al salir de la escuela, no quedáramos para echar el garabato allí donde estábamos seguros que pescaríamos una morcilla.
No se me olvida, el miedo que atenazaba mi cuerpo pequeño, en el tiempo de la habas, porque decían que era entonces cuando venían “los mantequeros” a llevarse a los niños. Supongo que sería entonces, porque podrían camuflarse entre sus matas…
Nunca supe de dónde salió aquella historia, como la de “matar al diablo” el día de San Marcos, cuando con una buena merienda nos íbamos al campo provistos de palos con el que apaleábamos unas matas que tenían flores amarillas…
Cierro los ojos y compruebo como aún conservo en mi retina el color de aquél cielo, como siento sobre mi rostro la brisa de aquellos árboles, y como me cobija la sombra de aquél hermosísimo cerezo, que había en la puerta de la casa de mis abuelos.
Volviendo al invierno… recuerdo cuando amanecía nevado y yo, soltaba las gallinas, que deslumbradas por el brillo de la nieve, se desorientaban y no sabían donde ir, quedándose petrificadas como estatuas, mientras yo me partía de risa. ¡Cuántas diabluras hacíamos…!
Cada mañana en la placeta, ajenas al mucho frío que hacía ya que hasta la fuente estaba helada, nos disputábamos entre las chicas, a cual de nosotras le tocaba llevar las brasas en una lata con un asa hecha de alambre al brasero, que Doña Isabel tenía bajo la mesa de la escuela. Aquella era la única fuente de calor que teníamos para todos, aunque no recuerdo pasar frío, y eso que entonces no existían los leotardos, y lo más que llevábamos eran unos calcetines hasta las rodillas, y los muslos al aire.
Aún resuena en mis oídos las voces del pescadero, (“pescaero”) que vendía pescado seco… ¡qué bueno estaba en las migas…!
Y cuando bajaba hasta la puerta de la posada (“la posá”) al reclamo de aquél hombre que voceaba, que cambiaba una patata por una naranja… Y allí, nos presentábamos una legión de chicas con nuestra cestilla llena de patatas, para hacer el trueque. ¡Qué ricas las naranjas que venían de la costa…! Una fruta que no se criaba en el pueblo, por su situación y climatología, y que disfrutábamos a tope, cuando de tarde en tarde llegaba por allí…
Con verdadero alborozo preparábamos muy en secreto el vestido que íbamos a estrenar el día de San Miguel, nuestro patrón. Se engalanaba la plaza, se montaba unos días antes el escenario de las Comedias, a las que todos los vecinos asistíamos portando cada uno su silla, intentando coger “el mejor sitio”, desde donde poder disfrutar de la función. Gastábamos las perrillas en comprar turrón, no sin antes, dar unas cuantas vueltas, para hacer la elección del trozo más grande.
La procesión era el punto culminante. Nadie se quedaba en casa, a no ser que estuviera muy enfermo. Con las mejores galas, grandes y chicos, acudíamos a Misa mayor, y a acompañar a San Miguel, y a San Antonio por las calles abarrotadas del pueblo.
Yo era tan pequeña, que el pueblo se me antojaba muy grande, y los habitantes de él, una multitud… La banda de música, me parecía muy importante, y era un honor para la familia, que tenía un músico alojado en su casa.
La fiesta del patrón, era lo más esperado, emocionante, y divertido de todo el año. Eran unos días vividos con toda la intensidad, ya que el programa era muy apretado y apenas terminaban las “Carreras de cintas”, por ejemplo, dábamos una vuelta por la casa y salíamos corriendo para no perdernos lo que se celebraba a continuación.
Puntualmente, llegaba el fotógrafo como todos los años, para hacer las fotos de rigor, en las que salíamos muy rígidos. Me fascinaba el misterio de aquella máquina en la que había una especie de manga donde se escondía el fotógrafo, y por arte de yo no sé qué magia, salíamos impresos en una cartulina. Junto a estas, guardo también la foto escolar, esa que nos hacían con el mapa de España detrás, sentadas en una mesa, en la que además de un libro sobre ella, había una maceta.
Y tantos momentos, lugares, y personas recordados…La piedra donde los hombres majaban el esparto…, “los huertos del pajar” de mi abuelo, donde enterramos a nuestro querido mulo “Clarito”, cuando se murió, el barranco acogiendo el agua cantarina que bajaba de la sierra…, el Camino nuevo, el Churre, las Eras, el Visillo…, cada una de sus calles, todas, recorridas hasta la saciedad entre juegos, risas y sueños…
El miedo que pasaba, cuando me mandaban a llevar de comer a mi abuelo a la finca llamada “Pedro Jiménez”, porque tenía que pasar por delante del cementerio, y me daba tal pavor, que pasaba con la cabeza vuelta hacia el lado contrario.
Son tanta las vivencias vividas en nuestro pueblo querido, que sirven para alimentar toda una vida, dejando huellas imborrables en mi corazón.
Mi atracción por la Naturaleza se la debo a Cástaras, ella me permitió desarrollar la imaginación creadora, y me abrió los poros del alma de par, en par, para poder volar, y trasladarme a esos mundos mágicos a los que te lleva la pluma.
Leonor Rodríguez Almendros
Ilustraciones: cabecera, Jack Rutherford; pie, Juan Molino.
Copyright © Jorge García, para Recuerdos de Cástaras (www.castaras.net), y de sus autores o propietarios para los materiales cedidos. |
Fecha de publicación: |
6-2-2010 |
Última revisión: |
14-04-2023 |