Hace cien años, un viajero francófono que anduvo por Granada a finales del siglo XIX y a principios del XX, pinceló una alborada castareña entre sus notas «Souvenirs d'un séjour en Andalousie». Este esbozo y varios más, que en principio no estaban destinados a la imprenta, se agruparon en un artículo editado en cuatro entregas, los años 1910 y 1911, por Revue philomathique de Bordeaux et sud-ouest, con el título En Andalousie, notes d'un voyageur, firmado por H. de Sironis, que al parecer es seudónimo y cuya hache sería inicial de Horacio, nombre utilizado por el prosista para referirse a sí mismo en algunos pasajes del relato resultante.
Hallada la publicación en los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Francia, y siendo los párrafos que describen un amanecer en Cástaras pintiparados para esta página, no podía menos que insertar su traducción en el siguiente marco:
Castaras, le .... 190..
Des hirondelles ont maçonné leurs nids dans les angles des fenêtres de ma chambre. Les cris de ces oiseaux, semblables aux grincements de serrures mal graissées...
Las golondrinas hicieron sus nidos en los ángulos de las ventanas de mi cuarto. Sus chirridos, semejantes al rechinar de cerraduras mal engrasadas, me han despertado esta mañana, como cada día, a las primeras luces del alba; y disfruto del delicioso fresco matinal.
Un gran silencio envuelve el pueblo. Ni el sol ni los marranillos negros han invadido todavía la plaza de la iglesia. El guarda no pasea su carabina interminable; está en la posada desde ayer por la tarde con el cura, y oigo, a ratos, sus voces beodas. La puerta del capataz Medina está cerrada. Su mujer, antaño muy bella, hoy muy voluminosa, no salió todavía al terrao donde sus cinco hijas de perfil griego, de grandes ojos suaves bajo un casco de cabellos negros, de andares nobles, de gestos armoniosos, extienden cada día con sus bonitas manos, siempre sucias, las amarillas mazorcas de maíz, soñando con maridos que desean pero que buscan en vano. En la estrecha y empinada callejuela del carpintero, los borriquillos, arreados por zagales abrumados bajo los grandes sombreros de sus abuelos difuntos, no han subido todavía a los barrios altos ni a los prados de Villareal, de donde bajarán pronto con cargas de paja o de maíz. Nada se mueve, y sin el parloteo de mis golondrinas y de las del carpintero, que entran libremente en su casa por las rendijas de los postigos, sin las discusiones del padre cura con el guarda, el pueblo, amontonado en la sombra, al pie del formidable recinto de peñascos leonados que lo protegen y amenazan, parecería muerto.
La mirada, sobrevolando los terraos, se fija en las copas de los álamos, sauces y fresnos que dora el sol: la bajura de estos verdores manchada de blanco por pequeños molinos cúbicos, desaparece parcialmente en la sombra de un profundo barranco. La vista lo sigue hasta el borde del precipicio que domina y encubre allá, muy al fondo, debajo del pueblo, al cauce del Río de Cádiar.
Más allá de esta hondura, la Contraviesa, como una pantalla, eleva sus ásperas laderas. La neblina que asciende del oculto río, gris y opaca en el fondo de la rambla, azulada y ligera según se eleva, difumina, cuando no esconde, los contornos de los áridos barrancos, atenúa el tinte rabiosamente amarillo de las cimas desnudas y se extiende como un tapiz bajo la cresta recortada en el cielo azul pálido, rosa antes, luego dorado por los primeros rayos de sol.
En la cuadra, que hay que atravesar para alcanzar la escalera de mi cuarto, Muñoz almohaza las mulas mientras vela mi descanso. Guardián cauteloso más que mozo diligente, dejará de buen grado que se acumule el polvo, en una capa cada día más espesa y más protectora, sobre los lomos de sus bestias, pero no permitirá a nadie acceder a mi morada mientras yo no levante la consigna que me aísla. Aquí, en Cástaras, la integridad de este guardián que, a las horas marcadas, me separa del mundo, es inapreciable.
Desde el callejón donde vino a limpiar su almohaza golpeándola contra el tranco del carpintero, Muñoz me avistó:
—Señor, —me dijo—, qué buen tiempo hace y cuánto mejor se está aquí que en Vélez [Benaudalla]. Nada mejor que la alta Sierra, el aire es fresco y puro. Además, no se ven civiles y no estamos hartos de escuchar historias de tiros. ¿No es maravilloso?
—Muñoz, —le respondí— esto es ciertamente agradable, pero no tiene nada de maravilloso: usted sabe que los civiles son gente útil, hasta indispensable, y que hay muchas ocasiones en que no está de más ver su tricornio, aunque la hechura sea ridícula. Y en cuanto a los tiros, sepa que no son mucho más raros aquí que en Vélez.
[...]
H. de SIRONIS
H. de Sironis: «En Andalousie, notes d'un voyageur», Revue philomathique de Bordeaux et sud-ouest, Bordeaux, Au siègue de la Société Philomathique, 1911, pp. 128 - 130. (Traducción del francés: Juana Madera y Jorge García). El relato original en francés está disponible en Gallica, sección digital de la BnF. Se puede acceder directamente desde los siguientes enlaces correspondientes al inicio de cada una de las tres partes en que fue publicado el artículo completo: 1910: p. 69; 1910: p. 184, 1910: p. 281 y 1911: p.128.
Desde la casa de Ana Granados, que antes fue de doña Celia, se tomó en 1980 esta fotografía de un amanecer parecido al que H. de Sironis describe en los párrafos precedentes. No estaría lejos la ventana en la que anidaron las golondrinas que despertaban a “don Horacio”.
Poco he logrado saber de este olvidado personaje, narrador diletante, que estuvo por Granada y su provincia a primeros del siglo pasado. Únicamente por información entresacada del artículo se sabe que vivió algún tiempo en Cástaras, que se movía por su entorno, que conocía bien a sus gentes, y que recibía el diario El defensor de Granada, «chaque fois que le receveur de la poste de Torviscon ne le garde pas et que le facteur de Castaras veut bien me l'apporter». En 1907 había publicado, en la misma revista de Burdeos, otro artículo con impresiones de su estancia en Asia Menor titulado Chez notre ami le consul de Caramanie, esa vez firmando como B. de Cironis y fechado en 1901.
El titulillo de la tercera entrega: «De Motril a la fabrica de azogue par Rubite», y la primera frase del capítulo final: «Je suis allé, avec Don Victor et Muñoz, jusqu'à Almejijar, en suivant les travaux de la mine», contienen la clave de que estos personajes fueran a parar a Cástaras. Resulta que la permanencia allí de “don Horacio”, y de su arriero Juan Muñoz, estuvo relacionada con las minas de cinabrio de los Prados, gestionadas entonces por la empresa Parera y compañía, y con la fábrica de mercurio vinculada, cuyos propietarios fueron, hasta 1906, Francisco Castilla y sus socios.
Dos capítulos del relato viajero, los titulados Dans l'Alpujarra, histoires de brigands y Sur la cote, histoires de voleurs, están fechados en Cástaras, y uno, Motril: l'hôtel et l'hôtelier, en “La fábrica de azogue”, instalación que estaba en los Prados, donde todavía yacen abandonados sus restos.
Además del amanecer detallado, aparecen jalonadas en la narración varias alusiones al pueblo, su entorno y sus habitantes, que sólo quien estuviera allí podría hacer con tal fidelidad. Habla de «notre maigre campo de Castaras»; de «votre ami don Victor, le Français de Castaras», otro personaje que debía vivir en el pueblo y del que Muñoz, el mozo de mulas, cuenta que reprochaba al cura «chaque fois qu'il le trouvait à jeun», que hubieran dado sepultura a un difunto pobre sin amortajar y sin ataúd. En otro pasaje, por boca del arriero, venía a reconocer, no sin ciertos reparos, la honradez de los castareños de la época: «Je me borne à constater qu'à Castaras, par exemple, on n'a jamais volé d'argent, et j'en conclus que les gens y sont honnêtes. J'ajoute: relativement, car nous sommes, je le reconnais, très maraudeurs».
Sironis menciona a varios paisanos sin ahondar en sus identidades: al cura, que entonces era don Miguel Muñoz Romero; al capataz Medina, su mujer e hijas, que no hemos identificado pues eran muchos los Medina residentes en el pueblo; entre ellos José, uno de los oficiales que manejaban la azuela, el serrucho, la garlopa o el gramil, compitiendo con sus colegas Vicente Carmona o José Fernández; uno de los tres sería el carpintero en cuya casa se colaban las golondrinas. Antonio, el guarda de la fábrica de azogue; María y Juana, que servían a Kouski, el director de la mina, y la vieja ama anónima que atendía a don Víctor, completan la lista de castareños integrados en el insólito opúsculo.
Jorge García
15-02-2008
Copyright © Jorge García, para Recuerdos de Cástaras (www.castaras.net), y de sus autores o propietarios para los materiales cedidos. |
Fecha de publicación: |
23-2-2008 |
Última revisión: |
1-05-2023 |